Capítulo 1
nueve meses antes
--¿Alguien me puede decir en dónde están mis asistentes?-- la voz de Franco retumbaba en el baño de hombres del segundo piso de las oficinas que AAyD Publicidad poseían en los pisos 30 y 31 de la Torre Luna de Puerto Madero. AAyD era una de las más importantes agencias internacionales de publicidad, de la cual Andrés Etchevare era el presidente.
La empresa estaba instalada allí desde hacía poco tiempo y
esa noche se celebraría por primera vez una tradicional fiesta, la de fin de año. Actuarían en un show los propios empleados.
El baño de hombres se había convertido en improvisado camarín. Gerentes que serían bailarines, ejecutivos que cantarían, secretarias que jugarían el rol de coristas en el show que Franco, Creativo de Eventos Especiales, imaginó para esa noche.
La oficina de Franco estaba vacía y el teléfono sonaba sin cesar. Mariángela, su secretaria, no estaba. No había nadie en ese momento, porque era 30 de diciembre y ese día en todas las oficinas se festejaba el fin de año. Buenos Aires entera se cubría de millones de cintas de papel triturado que caían desde las ventanas de todos los edificios.
Del otro lado de la línea, tratando de encender su trigésimo sexto cigarrillo del día, se impacientaba Lorna Rubí, la madre de Franco.
--¿Por qué mierda no atiende nadie en la oficina de mi hijo? La puta que lo parió. O sea, yo—pensó mientras un eructo salía de su boca.
--¿Embarazada? ¿Yo embarazada? ¿Y de cuatro meses? –se había preguntado Lorna en aquel entonces mientras leía el resultado de los análisis-. El médico debe estar en pedo. No sería un hijo, sería un milagro.
Ya tenía más de treinta años. Treinta y cuatro para ser exactos, aunque ella acusaba veintisiete, y se lo creían. Mirá que se había echado polvos en su vida y nunca se había cuidado. Y jamás había quedado embarazada. Siempre pensó que era estéril. Por un lado era una cagada, pero por otro no tener hijos ayudaba en el laburo. Tenía que apurarse si quería ser primera vedette algún día. Ya estaba quemando los últimos cartuchos y no lograba dejar de ser sólo una corista. Además en esa época salía con tres tipos al mismo tiempo. Como para saber quién era el padre. Se lo tenía que bancar sola. O perderlo. No se atrevió. Al notarse su embarazo no le renovaron el contrato en el teatro y en cambio le ofrecieron ser vestuarista. Ella lo rechazó.
Pero finalmente, para sobrevivir, al año de nacer el chico aceptó el puesto. Este recuerdo no ayudaba a mejorar su relación con Franco. Por Franco había dejado de ser lo que era. Por Franco su vida era una mierda. Por Franco. Por Franco.
A los pocos meses de estar trabajando Lorna fue nombrada jefa de vestuario y decidió engordar, beber cada día más y de paso no privarse de fumar tres paquetes de cigarrillos diarios. A Franco lo crió la madre de Lorna. Cuando Franco cumplió dieciocho años su abuela murió y él quedó más desolado.
El departamento de Lorna y Franco estaba envuelto en brumas de cigarrillo negro y de ese denso y penetrante olor a ventana cerrada en verano. Lorna había lo había comprado antes de nacer su hijo, y desde entonces no lo había vuelto a pintar. Restos de comida del desayuno se diseminaban sobre un descolorido mantel de hule floreado en la mesa del living comedor y la televisión transmitía estruendosamente una telenovela mexicana. Cubrían las paredes antiguas fotos de Lorna en su juventud, aún atractiva, otras en las sierras de Córdoba junto a su amante de turno. Tampoco sabía por qué había guardado “esa” foto. Cábala quizás. Las demás eran de ella sola y ninguna de Franco.
Ya nada quedaba de aquella mujer. A pesar de sus sesenta y cinco años su pelo aún conservaba algo de ese color rojizo del que tanto alardeaba en su juventud. Pero ahora estaba mal teñido lo sujetaba desprolijamente en una suerte de cola, mostrando las raíces oscuras y canosas. Un batón arrugado le cubría el cuerpo, y llevaba zoquetes caídos en los pies descalzos.
--Esto me pasa por tener un hijo maricón-- insistió Lorna, hablando consigo misma--. En realidad me pasa por tener un hijo y punto. ¿Quién mierda me mandó a quedar preñada?--. Recordó el día en que se enteró de su embarazo y volvió a levantar el auricular para intentar comunicarse con su hijo.
En el baño-camarín los seudo artistas trataban de organizar su vestuario.
--¡No!-- gimió Franco con un alarido, corriendo con los brazos extendidos hacia la otra punta del baño al ver que alguien trataba infructuosamente de ponerse una túnica --. Esa túnica no es para los hombres. Sacátela, que es de mujer-- dijo mientras se la arrancaba a su pobre víctima de las manos.
--Para mí son todas iguales. Van decir que soy trolo-- balbuceó el despojado.
--No, primor. No lo van a decir. Lo dicen –-afirmó Franco.
La primera vez que a Franco le dijeron trolo fue a los siete años cuando se puso una boa de plumas de su madre y luego de maquillarse profusamente salió al balcón de su departamento para interpretar una escena del Mago de Oz, con Judy Garland, que había visto por televisión a la tarde.
--Mirá, vieja. No sólo la madre es una reventada sino que el nene le salió trolo-- gritó alguien desde un balcón.
Eso era lo malo de vivir en departamentos que dieran al contrafrente. Que todo se escuchaba. Y él escuchaba todo. Desde la soledad de su cuarto oía a su madre llegar a la madrugada con algún acompañante. Representantes, actores de reparto, un cómico de mala muerte. Se quedaban en su casa una noche, una semana o varios meses. No más. Lorna se aburría pronto de los hombres. Ni siquiera les sacaba plata. Era una romántica. Obligaba a Franco a llamarlos “tío”. En los últimos tres años había tenido más de doce tíos. Muchas veces Lorna llegaba a su casa con gente de la compañía de revistas y se ponían a comer pizza y a jugar al truco hasta que amanecía.
--Franco, levantáte y hacéles el numerito-- le decía su madre a las cuatro de la mañana entrando en su cuarto. Prendía las luces para despertarlo.
Y Franco se levantaba. Se maquillaba la cara con talco y colorete. Se pintaba los labios con rouge. Se ponía un vestido de tul rosado de bailarina clásica que le había confeccionado su madre y salía al living.
--Che Lorna, ¿es nena o nene?-- le preguntaban los novatos.
--Es una cosa rara-- aclaraba Lorna riendo descontroladamente mientras Franco seguía de pie esperando la orden para comenzar su actuación-- Mi hijo es como un engendro de la naturaleza. Si no lo hubiese visto al parirlo pensaría que no es mío. Pero mirá qué bien baila el guachito.
Entonces Lorna ponía un disco con la música de “Giselle” y él bailaba. Al terminar todos se reían y él se volvía al cuarto sin que nadie lo aplaudiese. No se podía dormir pensando en su madre.
--Chicos, esto es una función. Estén listos en cinco minutos.
Luego, Franco abrió la puerta y se dirigió, nervioso, hacia las escaleras que lo conducirían al piso de abajo.
Mezclada entre la multitud vio a Mónica Gramar, la Gerente de Relaciones Públicas. Franco admiraba que Mónica, a sus veintiséis años, su metro setenta y dos y su cintura fina, fuese tan atractiva. Mónica, de brillante cabello oscuro que le llegaba a los hombros, largas manos, ojos tristes, la piel transparente y los pechos pequeños.
Había llegado a la empresa hacía cinco años en calidad de secretaria del Gerente de Relaciones Públicas. En dos años escaló posiciones y al irse su jefe a trabajar en otra multinacional, Andrés le ofreció a ella su puesto. Mónica lo aceptó.
--¡Mónica! ¡Aquí! Venga a las escaleras-- gritó Franco, sobrepasando con su aguda voz las de los demás.
Al verlo Mónica sonrió y se abrió paso entre la multitud. Franco le hacía gracia, por eso le había dado el cargo de Creativo de Eventos Especiales. Había sido hacía tres años, un día de julio, lluvioso y húmedo. Ella recién comenzaba como Gerente.
--Perdón, ¿Puedo pasar? Soy Franco –- y sin esperar respuesta entró y cerró la puerta --. En realidad mi nombre es Santiago, pero como mamá era una gran admiradora de Franco Nero... ¿Se acuerda de Franco Nero? El que se casó con Vanessa Redgrave. Aunque creo que nunca se llegó a casar. La dejó a la pobre embarazada. Y por eso mamá siempre me llamó Franco. No por Nero sino porque quedó embarazada -– dijo riendo ante su propia ocurrencia-. Y me quedó el sobrenombre. ¿Qué tal? Soy Franco-- agregó mientras avanzaba hacia ella con una regordeta mano extendida y una suerte de abultada cartera colgándole del hombro derecho, llena de agendas y lapiceras que sobresalían, varias carpetas y revistas sujetadas con la otra mano e inundando la oficina con un penetrante perfume.
El color rubio indefinido de su pelo y los inmensos anteojos oscuros lo hacían más parecido a un personaje de “La jaula de las locas” que a un válido postulante para ese puesto. Mónica no atinó a decir palabra y sí a darle la mano. Al hacerlo notó que la de Franco estaba mojada.
--Disculpe, está húmeda. Son los nervios. ¿Sabe?, esto es muy importante para mí-- dijo y agregó como si tal cosa -- . ¿Me puedo sentar?
--Claro. Siéntese. Iba a salir a almorzar-- contestó Mónica desconcertada y sin poder sacarle los ojos de encima.
--Me siento si usted se sienta-- dijo él, y otra inmensa sonrisa le cubrió la cara.
--¿Usted tiene experiencia?-- preguntó Mónica volviendo a su escritorio.
--¿De qué tipo?-- contestó él sentándose con las piernas cruzadas, acción que casi resultaba imposible dado lo ajustado del pantalón-–. Porque tengo muchos tipos de experiencia--agregó mientras le entregaba una de las carpetas, llena de fotos.
--Me refiero a ser creativo-- dijo ella mientras comenzaba a hojear el material: unas veinte fotos de llamativos transformistas.
--¿Le gustan?-- preguntó Franco sacando una pastilla de miel y menta de un estuche plateado--. ¿Quiere una? Son buenas para la tos.
--No, gracias--le contestó ella-- ¿Es fotógrafo?
--¿Fotógrafo?-- rió, al tiempo que casi se ahoga al tragarse la pastilla--¿Yo fotógrafo? – agregó recomponiéndose--. A ver... ¿no buscan a alguien para el puesto de Director o Creativo de Eventos Especiales?
--Así es. Pero como usted dice que estas fotos son suyas...-- contestó Mónica.
Franco rió nuevamente.
-- Las fotos no... las chicas, el show es mío-– , y señalándole la carpeta agregó-- . “Eso” es mío. Esas fotos que está viendo son de un show que se llamó “Noche de Oriente”. Fue un gran éxito. Lo dirigí yo solo. Bueno, me ayudó Nené.
--¿Nené?
--Mi mejor amigo. Es un chico divino. El mejor transformista, después de un servidor.
--Usted... - balbuceó Mónica mientras observaba las fotos con más detenimiento.
--Además de intérprete y protagonista de mis espectáculos, soy el director-- aclaró Franco-- . También soy autor y coreógrafo de eventos especiales. Justo lo que usted buscaba. Eventos Especiales. ¿A que sí? Es más, ya deje de buscar-- dijo con orgullo-. Yo monto grandes espectáculos en los mejores boliches gay de Buenos Aires--. Le entregó una tarjeta y agregó:
--Este es el teléfono de la dueña de uno de ellos: Clo. Ella le podrá dar referencias mías.
--Pero acá necesitamos... -- intentó decir Mónica.
--A Franco. Ustedes me necesitan a mí. ¿Qué le parece si me invita a almorzar con usted y así le cuento todo lo que sé hacer y discutimos mis condiciones? Estoy famélico.
--Franco, relájese. Así son estas fiestas-- dijo Mónica.
--Cómo se ve que usted no se juega el puesto. ¿ Y si sale mal? ¿A quién le va a decir Andrés que se vaya? ¿A usted? No. A mí. A Franquito.
Mónica trató de contener la risa.
–- No se preocupe, Franco. Andrés es un hombre muy sensible.
sábado, 13 de diciembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario