martes, 9 de diciembre de 2008

PRÓLOGO CHAT

AQUÍ EMPIEZA. ESPERO QUE LA DISFRUTEN COMO YO LA DISFRUTÉ ESCRIBIÉNDOLA Y DEBO AGRADECER A DIANA PARÍS QUIEN FUE QUIEN ME CORRIGIÓ ESTA NOVELA E IMPULSÓ PARA QUE FUERA EDITADA. TAMBIÉN A SOCORRO GONZALEZ GUERRICO, GRAN MOTOR PARA QUE INSISTIESE EN ESCRIBIRLA CUANDO FLAQUEABAN MIS FUERZAS. Y A DALMIRO SAENZ, MAESTRO QUE ME APOYÓ DESDE EL PRIMER MOMENTO.


PRÓLOGO



Fue un instante. Franco lo vio. Mezclado entre casi los doscientos hombres que colmaban el boliche estaba él, empujando por acceder a la puerta de salida. No le importó a Franco estar actuando. Corrió. Sin notar el final del escenario cayó sobre una mesa llena de copas. Los gritos de los clientes comenzaron a escucharse sonoros. Se levantó y al sentir un fuerte dolor en las piernas que sangraban, volvió a caer. Arrastrándose trató de abrirse paso hacia la puerta. Esta imagen causaba susto y alaridos de quienes comenzaron a correr también hacia un lugar seguro. Cuerpos que caían. Insultos. Franco logró incorporarse y luego de pegar patadas y dar empujones salió a la vereda. Llovía y no había autos transitando salvo un taxi que doblaba la esquina. No cabía duda. Allí iba..
Se abalanzó hacia él con la absurda idea de detenerlo. Seguro que lo había visto. Seguro que él había ido allí a encontrarlo. ¿Por qué huir entonces? Las luces de las vidrieras eran espectros luminosos que lo acosaban. Por fin se detuvo. Se ahogaba. Se apoyó y al mirarse en el vidrio se dio cuenta que estaba vestido con su vestido de lentejuelas verdes y amarillas. La peluca rubia chorreaba, y el sobrante del maquillaje se le metía a Franco en los ojos inundados de lágrimas.
No podía volver al boliche. No luego del escándalo. A su casa sería como ir al infierno. No llevaba dinero y sus amigos estaban en el lugar del desastre, trabajando como él. Necesitaba tiempo. Pensar. El único sitio en donde podía hacerlo era en el cine porno gay que frecuentaba casi a diario. Allí nadie se sorprendería de ver lo que verían. No importaba que fuesen las tres de la madrugada. Estaba abierto. Siempre estaba abierto.
No te asustes, soy Franco. Vengo de una fiesta y me olvidé la plata. Mañana te pago- le dijo al boletero, escondido detrás de un negro y sucio vidrio.
Sin esperar respuesta entró.
Apenas atravesó la puerta lo golpeó ese olor tan particular, mezcla de transpiración, urinarios y encierro. Ese olor que lo excitaba cada vez que asistía, haciendo que sus piernas le temblaran aún antes de cruzar el umbral, por aquello que sabía que le iba a suceder. Ese sentirse por fin atractivo. En la oscuridad de ese mundo Franco lo era. Allí era el mago y el truco. Allí, como en el escenario, Franco no era Franco. Franco era lo que imaginaba de sí mismo.
Pero esta vez las piernas no le temblaban. Esta vez acudía al cine como a un santuario. A un lugar donde se sentiría protegido. Resguardado. Decidió ir al baño para enjuagarse la cara rogando que no estuviese ocupado por dos o tres hombres hurgándose sus anatomías. No había nadie. Entró y cerró la puerta. Prendió la luz y se miró en el espejo. Triste imagen. Se sacó la peluca y la tiró al piso.
Se enjuagó y al volver a mirarse en el espejo observó su cara regordeta, grasosa y con ese color oliva. Jamás le había atraído la gimnasia o el deporte y eso se notaba en la grasa que no disimulaba su ropa. Todo lo contrario. Sus carnes se comprimían como un embutido en jeans y remeras dos talles menos del debido. El resultado era una imagen patética de sí mismo. Se quitó el resto de maquillaje y salió ante los golpes insistentes de una excitada pareja de jóvenes que quería entrar. Al salir fue directamente a una de las dos salas de proyección que, como de costumbre, estaban casi vacías mientras los concurrentes recorrían pasillos y espacios oscuros a la espera de algún encuentro que valiera la pena o que por lo menos justificara los siete pesos invertidos. Algún encuentro en el que ambos se sintieran anónimos protagonistas de fantasías elaboradas en la quietud de sus cuartos al anochecer. A veces, generalmente en su caso, dos se convertían en tres o más y entonces Franco retozaba en un éxtasis de pasiones.
Al mismo tiempo surgía el anhelo de un abrazo caluroso, un beso lleno de ternura, de una caricia. De encontrarse con alguien que le cambiara la vida. Porque en definitiva todo era cuestión de afecto, pero nada de esto se decía. Nada de esto se hablaba. Es más, allí no se hablaba ni se sonreía. No se proponían encuentros para toda la vida. Este era un lugar de desencuentros.

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